4 de enero de 2011

Tardes.

Una de esas tardes en las que me dan ganas de leer todas esas cosas cursis y melosas, sentimentales y acogedoras.
Una de esas tardes en las que siento que voy a explotar, explotar de sentimiento.
Una de esas tardes en las que quiero subirme al carro, poner la música fuerte, dejar que el aire toque mi cara mientras me pierdo en algún lugar de la carretera, mientras veo el atardecer, mientras conduzco hacia algún lugar donde te encontraré.


Esas tardes en las que me gusta respirar profundo y sentir cómo mis pulmones se llenan de aire, lo transforman y lo sacan en forma de mi aliento cálido.
Esas tardes cursis.


Tenía ganas de abrazarte, de sentir al sol débil entrando por la ventana, de quedarme dormida entre tus brazos, olerte, recordar tu olor para no extrañarte.
Pasaría mis manos por tu cabeza, tú cerrarías los ojos y sonreirías, me abrazarías.


Te observo en mi mente, tu piel, tus dientes, tu cabello, tus manos, tus ojos, tus ojos, tus ojos, tan hermosos, pero tan difíciles de mirar, trataría de observarte prolongadamente, antes de que tu mirada me intimidara, y mientras te veo a los ojos, sentiría ese baile invisible que nace cada vez que te miro en silencio, como si nuestros ojos se conocieran por primera vez, con la inquietud de que tú también me miraras, con la sonrisa automática, con la curiosidad de recordar cada milímetro de tu cara, tu brillo, tus alas, tu mirada intensa, tu sonrisa de superioridad, tu expresión fija, tu sonrisa.


Todo eso en segundos, los pocos segundos que te puedo ver a los ojos sin bajar la mirada a pesar de los meses.

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