21 de marzo de 2011

Sobre cómo el cartón me deprime y tengo un caballo.

Hace rato estaba terminando un trabajo de Educación para la Salud, cuando por razones estúpidas entré a Facebook. Stalkeando gente y viendo comentarios, recordé que tenía que buscar una caja de cartón, recortarla en 3 partes de 30x30 y unir las partes para formar un solo pedazo y tener que practicar con eso mi pseudorompimiento de tablas.

Como sabía que se me iba a olvidar después, fui en ese momento al cuarto de basura y cosas inútiles a buscar cartón. Me encontré con mis organizados y coloridos cuadernos de secundaria, llenos de apuntes ilustrados, palomitas y caritas felices, además de uno que otro chiste local plasmado en hojas cuadriculadas con el logo de mi secundaria en color azul.


Recordé lo rosa que era y lo obsesionada que estaba con un chico que nunca me hizo caso. Recordé lo poco que estudiaba y lo buenas calificaciones que tenía. Recordé que en ese entonces quería estudiar veterinaria o medicina. Recordé que me podía levantar a las 6:30 de la mañana y llegar temprano a la escuela. Recordé que mi escuela no estaba a una hora de mi casa. Recordé que pesaba 48 kilos sin esfuerzo. Recordé que nunca me daba sueño a media clase. Recordé que nada me importaba. Recordé que realmente no tenía nada de qué preocuparme.


Entonces me di cuenta de que realmente no sé qué diablos va a ser de mí ni qué voy a hacer de mi vida.
Antes estaba segura de que quería medicina, y ahora no sé si quiero Ingeniería cibernética, psicología, algún tipo de diseño, asesina de zombies...
Y pensé más y me di cuenta de que en serio, en serio, en serio no me apasiona absolutamente nada. Y veo cómo todos mis amigos tienen al menos una pequeña idea de lo que quieren, o al menos un un área específica, y yo...yo no sé dónde diablos estoy y me estreso.


Y me perturba la idea de ver cómo todos avanzan, saben quiénes son y saben lo que quieren y yo sigo aquí. Y me perturba la idea de que mi mejor amigo eventualmente me va a dejar de hablar. Y me perturba la idea de que todos mis amigos de preparatoria eventualmente me van a dejar de hablar, así como pasó con los de secundaria, y no pasará de un "Hola, ¿Cómo estás? A ver cuándo nos vemos." y de cómo nuestras risas estúpidas que tenemos diario, después ya no van a estar porque todos vamos a estar en un lugar diferente, teniendo risas diarias con alguien más. Y me perturba la idea de que todos cambian y de cómo yo cambio pero no sé cómo cambio, de que no sé quién soy y de nuevo, tampoco sé a dónde voy. Y también me perturba que me siento más inútil cada vez, y mi memoria funciona cada vez peor. Y me perturba que siempre sé sentirme estúpida cuando estoy con Él, y cuando no también. Y me perturba ser tan blanda y transparente, y vulnerable, y sentimental. Y me perturba perturbarme por tantas cosas, y también, a mi edad seguir teniendo tanto miedo del futuro, y a estas alturas, seguir sin saber quién soy, y a mi edad, ya sentir que el tiempo se va demasiado rápido, y a mi edad ser tan insegura, y a mi edad tener tantas ganas de llorar tan seguido. Me perturba que se me vaya la inspiración.


Me perturba ser patética y lo difícil que me es expresarme y llegar a un punto concreto cada vez que hablo, pienso y escribo. 
Ser parte de la borregada, y caminar lento junto a ellos. Ser pretenciosa y nublarme más. Ser más idiota y olvidar quién soy sin ni siquiera tener la más mínima idea de ello.


Cuando terminé de debrayar, me dí cuenta de que seguía sentada en el piso viendo el cuaderno, sólo que ahora me dolía la espalda, y veía borroso porque la capa de agua en mis ojos me estaba estorbando.
Entonces recordé que en realidad iba por un pedazo de cartón para Taekwondo, y llegué a la conclusión de que sí quiero que se acabe el mundo en el 2012 para no tener que decidir más cosas, y no sentir que el tiempo me corretea.


Lo último no tuvo sentido.
But i own a horse.

19 de marzo de 2011

Y si es un mal post, no me importa. Me pagaron por escribirlo.


Ahí estaba Elena, escondida entre los arbustos, afuera de la casa de aquella mujer que tanto odiaba.

Pasó 3 semanas espiándola, observándola a cada paso, a cada suspiro, todo lo que hacía, todo lo que decía; era una mujer tan predecible que se tornaba asquerosamente aburrida, pero eso no quitaba el odio que Elena tenía por ella, eso no quitaba lo patética que era ante sus ojos, eso no quitaba los pensamientos enfermos que le provocaba.

“Mariana”- pronunció entre dientes llenándose de odio y rabia, rencor y apatía. Amargura inminente. Nunca había despreciado tanto a alguien como a ella, nunca se había sentido tan decidida en algo así.
Eran las 8 de la mañana, y como todos los jueves, Mariana saldría al centro comercial a hacer las compras de la casa. Siempre salía temprano para llegar cuando hubiera menos gente y más productos en buen estado. Era una mujer demasiado perfeccionista.

Mariana se dirigió en su camioneta impecable hacia el centro comercial, entro al estacionamiento techado, buscando un lugar cercano a la puerta principal para no tener que cargar sus bolsas por mucho tiempo.
Justo al bajar de su camioneta con la ligereza de una pluma, se quedó petrificada al ver a esa mujer que creyó no vería nunca jamás; se sintió débil, y de inmediato el color de sus mejillas se desvaneció, dejándola con una cara pálida y los párpados entrecerrados. Como cada vez que sentía pánico, no se pudo mover. Ésa fue justamente la reacción que Elena estaba esperando; confirmó lo estúpidamente predecible que era aquella mujer, encajando en un estereotipo, como hecha en un molde.

Para Elena fue tan fácil poner cloroformo en la nariz de aquella débil y delgadísima mujer, y literalmente botarla en su camioneta. Tan fácil que ni siquiera necesitó precaución, Mariana no gritó ni mostro quejas, nadie estaba alrededor de ellas, nadie podría saberlo. De inmediato se la llevó a una construcción abandonada en la que su esposo trabajaba, la encerró en donde sabía que nadie entraría y comenzó con su plan que tanto tiempo le había llevado.

La ató por las manos y pies, le tapó la boca con cinta; no se preocupó por cubrir sus ojos, Elena quería que viera todo lo que pasaba a su alrededor, todo lo que le haría, las maneras en las que la torturaría. Al parecer la venganza sí era dulce después de todo.
Comenzó por dejarla sin comer absolutamente nada por varios días, Mariana se debilitó de una manera absurdamente rápida, le costaba hablar, le costaba intentar luchar. Elena siempre disfrutó sus cigarrillos a solas, pero esta vez parecía que valía la pena compartir uno de ellos con su eterna enemiga; Elena fumaba, y fumaba, y fumaba, y por cada bocanada de humo que salía de sus rojos y carnosos labios, quemaba una parte diferente de su piel. Sus brazos, mejillas, párpados, orejas, nuca, tobillos, costillas, pies, senos, estómago, piernas…su cuerpo comenzaba a verse cubierto por quemaduras de cigarros, y justo después, Elena decidió que sería una encantadora idea pasar un cuchillo por encima de todas las heridas.

Al mirar cómo sufría Mariana, Elena se extasiaba de una manera enferma, se reía como si fuera la última vez que lo haría. El sufrimiento ajeno le provocaba un placer orgásmico. Elena la torturaría a más no poder.
En los siguientes días, Elena fue arrancando todas y cada una de las uñas de Mariana, tanto de manos como de pies, y para hacerlo más lindo y emocionante, vertía un poco de limón en cada herida que hacía. Horas después decidió que le sacaría los ojos a Mariana; tomó un desarmador y lentamente comenzó a deshacer sus ojos, a sacarlos, a destruirlos. Mariana gritaba con las pocas fuerzas que le quedaban, luchaba por sobrevivir; con sus manos ensangrientadas trataba de alejarse de Elena, trataba de huir, pero una parte de ella, sabía que era su fin, que no podría hacer nada, que sólo le quedaba esperar y sufrir.

Al día siguiente, Elena colgó a Mariana por los pies, haciendo que toda su sangre circulara hacia su cabeza, saliendo con coágulos y concentraciones por sus ojos, nariz, sus heridas, haciendo que su cara se viera aún más rojiza. En ocasiones, se ahogaba un poco con su propia sangre, provocando enormes ataques de tos; Elena sólo la golpeaba con un martillo para que se callara. No quería que absolutamente nadie la descubriera.

Una semana después de ser capturada, Mariana se encontraba aún más débil, ahora sólo podía escuchar, apenas hablar, pero podía sentirlo todo. Elena decidió que se había aburrido y que ya era hora de dejar morir a su enemiga. En ese mismo cuarto abandonado, lleno de tierra, cavó un agujero y enterró a Mariana, quien se hundiría en su desesperación. En seguida, tomó una cubeta con cemento, y empezó a cubrir el piso de aquella habitación con él. Lo cubrió de una manera tan perfecta y uniforme, que nadie jamás se atrevería a decir que una mujer sería quien hizo tal trabajo. 

Todo rastro de sangre quedó cubierto, el cuerpo de Mariana, aún vivo, yacía bajo varios kilos de cemento y tierra; qué desesperada habría de estar esa mujer, sin embargo, esa fue la mayor felicidad que Elena pudo sentir en mucho tiempo: saber que Mariana sufriría de una desesperación tan intensa hasta morir, era lo mejor que podría pasarle en mucho tiempo.
Elena salió de aquella construcción como cualquier otro día, pero ahora más relajada que nunca, llego a casa, se sirvió una copa de vino y se dispuso a tomar una siesta.

2 de marzo de 2011

Veintidós minutos.

Atardecía lentamente y la lluvia no dejaba de caer; ella escuchaba cómo los autos salpicaban el pavimento y un par de paredes, sus ojos miraban al infinito, pensando en todo y en nada, planeando y perdiéndose.
Desde su sofá rojo que aún tenía la misma cubierta de plástico transparente de cuando lo compró, miró hacia la pared blanca e impecable, luego miró hacia el reloj, observó detenidamente el movimiento de las manecillas, y a pesar de la lluvia, podía escuchar cómo se movían a cada segundo.


Escuchó el timbre.
Estaba tan metida en su propio cerebro, que el sonido agudo del timbre la hizo saltar; se asomó por la ventana, era Él. Lo había estado esperando.
Con flojera se dirigió hacia la puerta y la abrió. Ante sus ojos aparecía un hombre alto, de piel blanca y cabello oscuro, vestía de negro y tenía la mirada más penetrante que ella pudiera haber visto; era alguien que podría resultar atractivo e irresistible para cualquier mujer y un par de hombres, a pesar de estar empapado por la lluvia, sin embargo, lo primero que ella sintió al verlo, fue odio y rencor.
Tantas noches agonizando y tantas lágrimas que habían escapado tanto tiempo atrás. Nunca nadie la había hecho sentir tan mal como él lo había logrado; nunca nadie había dañado tanto su mente; nunca nadie la había dejado morir por dentro de esa manera; nunca nadie le había provocado tanto odio.


A pesar de las miles de imágenes y pensamientos que llegaron a su mente en tan sólo un segundo después de mirar a ese hombre, ella lo recibió con amabilidad y ternura. Siempre había sido muy buena pretendiendo.
Se sentaron uno frente al otro en aquellos sillones rojos, con la mesita negra de madera haciendo una barrera entre ellos.


Dándose cuenta de lo inhóspita que había sido, le ofreció un poco de té, y él aceptó. Ella volvió con dos tazas blancas de porcelana; no se veían impecables, parecían estar manchadas por el tiempo. Dentro de ellas había un poco de té con un poco de humo que formaba figuras excéntricas y bailarinas.
Pasaron un par de horas, y la lluvia seguía cayendo sobre ellos, el reloj seguía andando y él seguía hablando, su voz la irritaba cada vez más, pero al poco tiempo él hablaba cada vez más lento y cada vez con más dificultad. Estaba funcionando.


Él fue perdiendo control poco a poco, su mirada ya no podía permanecer en un punto, ya no podía hablar, se movía con torpeza, sin embargo podría percibir todo lo que pasaba a su alrededor.
Ella se le acercó lentamente, tomó su cabeza y lo obligó a mirarla a los ojos fijamente, tenía una mirada tan llena de odio y rencor, una mirada tan lastimada, una mirada tan fuerte.
De un momento a otro, tomó su cabeza y con todas sus fuerzas la azotó contra la mesa de madera, logrando que un poco de sangre comenzara a brotar, cayendo por su ceja, su ojo entrecerrado, su mejilla y su cuello. Tomó un cuchillo de cocina y comenzó a pasarlo con fuerza por su abdomen, brazos y piernas, formando unas cortadas perfectamente derechas a lo largo de su cuerpo. 
Él se quejaba en el piso blanco de mármol, gemía y gritaba, pero su torpe cuerpo no le permitía moverse; se estaba convirtiendo en un prisionero de su propio cuerpo que no cooperaba. El olor de la sangre comenzaba a marearlo, sus brazos se entumecieron, sintió la boca seca y se llenaba de escalofríos.


Ella corrió por un serrucho y lentamente cortó el dedo pulgar de la mano derecha de aquel hombre al que odiaba tanto; descubrió que se sentía muy bien verlo sufrir, observar su mirada asustada y sus gestos de dolor. Era increíble cómo de un momento a otro se había vuelto tan vulnerable. Cortó su dedo índice, después el de la otra mano, después el dedo medio, y así sucesivamente hasta que se dio cuenta de que le había cortado todos los dedos tanto de las manos como de los pies. Pero se sentía tan bien.
En el proceso de mutilar los dedos de su enemigo, se cortó accidentalmente el antebrazo, brotó un poco de sangre, pero esa escena en particular le pareció especialmente agradable; hasta era casi ridículo ver sus tres gotas de sangre recorrer su brazo, contra la gran cantidad que se escurría sobre el cuerpo de aquel hombre. Le gustaba sentir ese minúsculo y efímero dolor.


En la mesa había un ramo de rosas, tomó una de ellas y comenzó a acariciar las heridas de su enemigo con el tallo espinoso de la rosa; al principio fue tan sutil, casi en un movimiento romántico, pero poco a poco enterraba más y más el tallo que se pintaba de un color rojo intenso. Todo era tan cautivador.
De la nada, ella comenzó a reír frenéticamente, el aire se le acababa, pero ella seguía riendo; entonces tomó el tallo de la rosa y lo enterró sobre el ojo abierto de ese hombre, ese hombre que por fin recibía su merecido. Él gritaba con todas sus fuerzas, pero ni así se lograba mover con facilidad; brotaban lágrimas de uno de sus ojos, y del otro, sólo sangre desparramándose.
Después, la mujer prendió un cigarrillo y tras fumar un par de veces de él, lo pasó por sus párpados heridos, su nariz y sus orejas, dejando varias marcas en su piel.


A pesar de lo divertido que había sido todo al principio, comenzaba a volverse tedioso, ella ya quería verlo apagarse, ya quería hacerlo desaparecer.
Tomó otra rosa y por el tallo la metió en su boca; las espinas chocaban con su garganta, el tallo no se doblaba con facilidad, él se atragantaba. 
Se formaba una imagen bastante romántica con aquel cuerpo lleno de sangre, tratando de luchar, sufriendo, con pétalos de rosa saliendo de su boca.
Concentró todas sus fuerzas y comenzó a ahorcarlo, empezaba a salir sangre de su boca debido a las espinas de la rosa, él trataba de toser, pero sólo lograba salpicar su sangre sobre la cara de aquella mujer a la que alguna vez dejó hecha polvo. Su cara se ponía azul, más azul, morada, más morada; sus ojos lloraban.


La tormenta se fortaleció y el reloj seguía caminando; ya había oscurecido.
22 Minutos. Exactamente veintidós minutos con diecisiete segundos pasó esa mujer ahorcándolo; cuando quitó las manos de su cuello, notó que estaban llenas de sangre y sintió un ligero dolor que se desvaneció al notar que había dejado sus uñas marcadas y líneas moradas en el cuello de ese hombre.
Suspirando y esbozando una sonrisa macabra, encendió un cigarrillo y comenzó a fumar con tranquilidad, relajada, como si acabara de tomar un baño caliente y no tuviera ninguna preocupación. Cerró los ojos y recordó los jardines de Austria, y las cabras holandesas. 
Fumó, suspiró, y volvió a sonreír.