2 de marzo de 2011

Veintidós minutos.

Atardecía lentamente y la lluvia no dejaba de caer; ella escuchaba cómo los autos salpicaban el pavimento y un par de paredes, sus ojos miraban al infinito, pensando en todo y en nada, planeando y perdiéndose.
Desde su sofá rojo que aún tenía la misma cubierta de plástico transparente de cuando lo compró, miró hacia la pared blanca e impecable, luego miró hacia el reloj, observó detenidamente el movimiento de las manecillas, y a pesar de la lluvia, podía escuchar cómo se movían a cada segundo.


Escuchó el timbre.
Estaba tan metida en su propio cerebro, que el sonido agudo del timbre la hizo saltar; se asomó por la ventana, era Él. Lo había estado esperando.
Con flojera se dirigió hacia la puerta y la abrió. Ante sus ojos aparecía un hombre alto, de piel blanca y cabello oscuro, vestía de negro y tenía la mirada más penetrante que ella pudiera haber visto; era alguien que podría resultar atractivo e irresistible para cualquier mujer y un par de hombres, a pesar de estar empapado por la lluvia, sin embargo, lo primero que ella sintió al verlo, fue odio y rencor.
Tantas noches agonizando y tantas lágrimas que habían escapado tanto tiempo atrás. Nunca nadie la había hecho sentir tan mal como él lo había logrado; nunca nadie había dañado tanto su mente; nunca nadie la había dejado morir por dentro de esa manera; nunca nadie le había provocado tanto odio.


A pesar de las miles de imágenes y pensamientos que llegaron a su mente en tan sólo un segundo después de mirar a ese hombre, ella lo recibió con amabilidad y ternura. Siempre había sido muy buena pretendiendo.
Se sentaron uno frente al otro en aquellos sillones rojos, con la mesita negra de madera haciendo una barrera entre ellos.


Dándose cuenta de lo inhóspita que había sido, le ofreció un poco de té, y él aceptó. Ella volvió con dos tazas blancas de porcelana; no se veían impecables, parecían estar manchadas por el tiempo. Dentro de ellas había un poco de té con un poco de humo que formaba figuras excéntricas y bailarinas.
Pasaron un par de horas, y la lluvia seguía cayendo sobre ellos, el reloj seguía andando y él seguía hablando, su voz la irritaba cada vez más, pero al poco tiempo él hablaba cada vez más lento y cada vez con más dificultad. Estaba funcionando.


Él fue perdiendo control poco a poco, su mirada ya no podía permanecer en un punto, ya no podía hablar, se movía con torpeza, sin embargo podría percibir todo lo que pasaba a su alrededor.
Ella se le acercó lentamente, tomó su cabeza y lo obligó a mirarla a los ojos fijamente, tenía una mirada tan llena de odio y rencor, una mirada tan lastimada, una mirada tan fuerte.
De un momento a otro, tomó su cabeza y con todas sus fuerzas la azotó contra la mesa de madera, logrando que un poco de sangre comenzara a brotar, cayendo por su ceja, su ojo entrecerrado, su mejilla y su cuello. Tomó un cuchillo de cocina y comenzó a pasarlo con fuerza por su abdomen, brazos y piernas, formando unas cortadas perfectamente derechas a lo largo de su cuerpo. 
Él se quejaba en el piso blanco de mármol, gemía y gritaba, pero su torpe cuerpo no le permitía moverse; se estaba convirtiendo en un prisionero de su propio cuerpo que no cooperaba. El olor de la sangre comenzaba a marearlo, sus brazos se entumecieron, sintió la boca seca y se llenaba de escalofríos.


Ella corrió por un serrucho y lentamente cortó el dedo pulgar de la mano derecha de aquel hombre al que odiaba tanto; descubrió que se sentía muy bien verlo sufrir, observar su mirada asustada y sus gestos de dolor. Era increíble cómo de un momento a otro se había vuelto tan vulnerable. Cortó su dedo índice, después el de la otra mano, después el dedo medio, y así sucesivamente hasta que se dio cuenta de que le había cortado todos los dedos tanto de las manos como de los pies. Pero se sentía tan bien.
En el proceso de mutilar los dedos de su enemigo, se cortó accidentalmente el antebrazo, brotó un poco de sangre, pero esa escena en particular le pareció especialmente agradable; hasta era casi ridículo ver sus tres gotas de sangre recorrer su brazo, contra la gran cantidad que se escurría sobre el cuerpo de aquel hombre. Le gustaba sentir ese minúsculo y efímero dolor.


En la mesa había un ramo de rosas, tomó una de ellas y comenzó a acariciar las heridas de su enemigo con el tallo espinoso de la rosa; al principio fue tan sutil, casi en un movimiento romántico, pero poco a poco enterraba más y más el tallo que se pintaba de un color rojo intenso. Todo era tan cautivador.
De la nada, ella comenzó a reír frenéticamente, el aire se le acababa, pero ella seguía riendo; entonces tomó el tallo de la rosa y lo enterró sobre el ojo abierto de ese hombre, ese hombre que por fin recibía su merecido. Él gritaba con todas sus fuerzas, pero ni así se lograba mover con facilidad; brotaban lágrimas de uno de sus ojos, y del otro, sólo sangre desparramándose.
Después, la mujer prendió un cigarrillo y tras fumar un par de veces de él, lo pasó por sus párpados heridos, su nariz y sus orejas, dejando varias marcas en su piel.


A pesar de lo divertido que había sido todo al principio, comenzaba a volverse tedioso, ella ya quería verlo apagarse, ya quería hacerlo desaparecer.
Tomó otra rosa y por el tallo la metió en su boca; las espinas chocaban con su garganta, el tallo no se doblaba con facilidad, él se atragantaba. 
Se formaba una imagen bastante romántica con aquel cuerpo lleno de sangre, tratando de luchar, sufriendo, con pétalos de rosa saliendo de su boca.
Concentró todas sus fuerzas y comenzó a ahorcarlo, empezaba a salir sangre de su boca debido a las espinas de la rosa, él trataba de toser, pero sólo lograba salpicar su sangre sobre la cara de aquella mujer a la que alguna vez dejó hecha polvo. Su cara se ponía azul, más azul, morada, más morada; sus ojos lloraban.


La tormenta se fortaleció y el reloj seguía caminando; ya había oscurecido.
22 Minutos. Exactamente veintidós minutos con diecisiete segundos pasó esa mujer ahorcándolo; cuando quitó las manos de su cuello, notó que estaban llenas de sangre y sintió un ligero dolor que se desvaneció al notar que había dejado sus uñas marcadas y líneas moradas en el cuello de ese hombre.
Suspirando y esbozando una sonrisa macabra, encendió un cigarrillo y comenzó a fumar con tranquilidad, relajada, como si acabara de tomar un baño caliente y no tuviera ninguna preocupación. Cerró los ojos y recordó los jardines de Austria, y las cabras holandesas. 
Fumó, suspiró, y volvió a sonreír.





2 comentarios:

Michell Cerón dijo...

Que magnifica entrada!! Mystique este es uno de los mejores post en mucho tiempo, me ha encantado totalmente, es poeticamente sublime, me quedo sin palabras, reafirmo el hecho de que eres una mis escritoras favoritas n_n

Sonrisas!!

Brujo Malo de Ningún-Lugar dijo...

¡Por Satanás, Shijiadra y Adirael! ¡Verdaderamente HERMOSO!¡De no haber estado leyendo las Nieblas de Avalon por el momento esto sería lo más sublime y fantástico que mis dos ojillos habrían contemplado en todo el año! ¡777 felicitaciones de parte mia y de todos los ningúnlugareños!